Rosa y Carlos, revolucionarios traicionados pero no olvidados

Quienes hayan vivido la vida y sigan viviéndola sembrando modestísimas pero imprescindibles semillas de libertad y de irreverencia absoluta hacia cualquier amenaza de autoritarismo aunque éste invoque “la causa obrera” y se canten loas al “poder popular” y las “herramientas organizativas de las masas”…

Quienes hayan sentido y sigan sintiendo correr por sus venas la urgencia de la emancipación de los explotados y los oprimidos de todo el mundo, a cada segundo, todos los días y todas las noches, como un torrente de irrefrenable pasión libertaria y legítimo y profundo odio hacia el poder absurdo, alienante y esterilizador de la burguesía; todas y todos quienes vivan la revolución como una necesidad natural y un imperativo biológico y no solamente como el momento culminante e “inevitable” de la lucha de clases y la crisis económica del capitalismo…

Quienes no hayan depuesto ni los principios revolucionarios ni los sublimes sueños de definitiva y enaltecedora liberación de la humanidad, por la que ella misma ha dado y sigue dando especialmente las vidas más jóvenes y buenas de quienes abrazaron este sueño para nunca jamás abandonarlo, recordarán este martes 15 de enero de 2013 los 94 años del repugnante y cobarde asesinato de Rosa Luxemburgo (Zamosc, Imperio ruso, 5 de marzo de 1871– Berlín, Alemania, 15 de enero de 1919), y Karl Liebknecht (Leipzig, Reino de Sajonia, 13 de agosto de 1871 – Berlín, República de Weimar, 15 de enero de 1919) como uno de los momentos históricos más amargos y aleccionadores del largo y duro camino hacia la siempre impostergable emancipación de la clase trabajadora, y, con ella, de toda la sociedad frenada y vejada en su sano desarrollo por el abuso, el egoísmo y la injusticia planificada del sistema capitalista y su modo de producción expropiador de los frutos del trabajo social mancomunado y solidario.

Un día como hoy del año 1919, en la Alemania burguesa y pre nazi con aspiraciones de imperio aunque derrotada por las otras principales burguesías europeas al finalizar la llamada “primera guerra mundial” (1914/1918), una gavilla vergonzosa de traidoras y traidores descaradamente autodenominados “marxistas” y “socialdemócratas” –verdaderos pioneros de los rudimentos del futuro “nacionalsocialismo” genocida, racista e invasor de otros pueblos- , tuvieron activa e imperdonable participación en el secuestro, las torturas y la alevosa ejecución a golpes y a balazos de los dos militantes comunistas de más destacada acción pública en la frustrada (aplastada, exterminada, traicionada) Revolución alemana de 1918, de idénticos contenidos y propósitos ideológicos a los de la revolución rusa del año anterior, aunque carente de las condiciones subjetivas locales que hicieron posible el triunfo de aquella con la activa participación de obreros, campesinos y soldados “a la fuerza” también pertenecientes a ambos sectores del pueblo trabajador.

Tanto Rosa Luxemburgo como Karl Liebknecht –inseparables en la dignidad abnegada, en las buenas y en las malas— habían sido excarcelados por las fuerzas revolucionarias y se colocaron en las primeras filas del combate, no como intelectuales con voz de mando, sino como parte lisa y llana del pueblo insurreccionado, sin pedantería ni veleidades de iluminados, aunque sí haciendo punta en las duras críticas al oportunismo “de izquierda” que le hacía los mandados a la burguesía chovinista y militarista.

El miserable asesinato de Karl y Rosa, concebido y realizado como “ejemplar” escarmiento contrarevolucionario, fue el anticipo del impresionante fenómeno que instalaría la ideología nazi y su brutal dictadura “cívico-militar” en ese país y en Italia, especialmente, unos veinte años después, pero sus delicadas connotaciones y sus proyecciones de orden moral y filosófico más allá de las coordenadas temporales y espaciales, remiten necesariamente a una serie de aspectos todavía no debidamente analizados en cuanto al complejísimo cúmulo de contradicciones que condicionan al proceso revolucionario y que pueden llegar a ser determinantes en sentido positivo o en sentido negativo, aún en el presente.

Por supuesto que ambos muy queridos militantes fueron ejecutados por la burguesía, pero los sicarios reales, los verdugos sin perdón, lo son quienes creyeron que el socialismo es nada más que una variante formal de todo lo conocido en materia de organización social y de hegemonía clasista, que “mejora” las condiciones de vida de “la gente” y hace que los pobres “sean menos pobres”… Esos sicarios asquerosos y taimados han dejado, casi 100 años después, un legado infame de “marxismo” bastardeado e hijoputesco, populista y trampoco, que se llena la boca con la injusticia y la desigualdad, pero “lucha” para que ellas sean “menos duras”, sencillamente.

Parece adecuado transcribir pasajes de una nota periodística de León Trotsky (Yanovka, Ucrania, 7 de noviembre de 1879 – Coyoacán, México, 21 de agosto de 1940), escrita unas horas después del crimen, y parece adecuado también, aún a riesgo de ser tildados de “extrapoladores” de situaciones históricas “superadas” e “irrepetibles”, percibir aquel acontecimiento como algo no muy diferente en esencia a escenarios objetivo-subjetivos de nuestra experiencia actual, en Uruguay y en muchos lugares más de este mundo que el día que deje de ser lo que es, reconocerá en Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht dos auténticos e inolvidables héroes del comunismo libertario internacional e internacionalista.

Prestemos atención a estos párrafos de Trotsky aun discrepando con algunos conceptos abstractos no directamente referidos a los homenajeados:

Decía quien a la postre sería también víctima de la traición, del estalinismo contrarevolucionario vestido de “comunismo de convento” (religioso, idólatra, súper autoritario, caricatura de revolución a pesar de la sangre popular derramada por el heroico proletariado ruso que fue delegando atribuciones que le eran propias y naturales y representaciones imposibles, en una verdadera casta burocratista y desviada hasta extremos aberrantes, émula, en definitiva, de las mismas castas aburguesadas derrotadas en las gloriosas y paradigmáticas jornadas del año 1917):

(Escrito: 18 de enero de 1919 / Digitalización: Germinal / Fuente: Archivo francés del MIA / Esta Edición: Marxists Internet Archive, 2001).

“(…) El inflexible Karl Liebknecht

Acabamos de sufrir la mayor de las pérdidas. El duelo nos embarga por partida doble.

Nos han arrebatado a dos líderes, dos jefes cuyos nombres quedarán inscritos por siempre jamás en el libro de oro de la revolución proletaria: Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg.

El nombre de Karl Liebknecht se dio a conocer en todo el mundo en los primeros días de la gran guerra europea.

Desde la primeras semanas de esta guerra, cuando el militarismo alemán festejaba sus primeras victorias, sus primeras orgías sangrientas, cuando los ejércitos alemanes lanzaban su ofensiva sobre Bélgica destruyendo sus fortalezas, cuando parecía que los cañones de 420 milímetros podrían someter el universo entero a los pies de Guillermo II, cuando la socialdemocracia alemana, con Scheidemann y Ebert a su cabeza, se arrodillaba ante el militarismo y el imperialismo alemán que parecían poder someter todo el mundo -tanto en el exterior, con la invasión del norte de Francia, como en el interior, dominando no solo a la casta militar y a la burguesía sino incluso a los representantes oficiales de la clase obrera-, en medio de estos días sombríos y trágicos una sola voz se levantó en Alemania para protestar y maldecir: la de Karl Liebknecht.

Y su voz resonó en todo el mundo. En Francia, donde el espíritu de las masas obreras aún se encontraba obsesionado por la ocupación alemana y el partido de los social-patriotas predicaba desde el poder una lucha sin cuartel contra el enemigo que amenazaba París, la burguesía y los mismos chauvinistas tuvieron que reconocer que únicamente Liebknecht era la excepción a los sentimientos que animaban a todo el pueblo alemán.

En realidad, Liebknecht no se encontraba solo: Rosa Luxemburg, mujer con gran coraje, luchaba a su lado, pese a que las leyes burguesas del parlamentarismo alemán no le permitieran lanzar su protesta desde lo alto de la tribuna, como hacía Karl Liebknecht. Es preciso señalar que Rosa Luxemburg estaba secundada por los elementos más conscientes de la clase obrera, en la que habían germinado sus poderosos pensamiento y palabra. Estas dos personalidades, dos militantes, se complementaban mutuamente y marchaban juntas es pos del mismo objetivo.

Karl Liebknecht encarnaba el tipo del revolucionario inquebrantable en el sentido más amplio del término. En torno a él se tejían innumerables leyendas y su nombre iba acompañado de esos informes y comunicados de los que nuestra prensa era tan generosa cuando estaba en el poder.

En la vida diaria Karl Liebknecht era -¡ay!, ya sólo podemos hablar en pasado- la encarnación misma de la bondad y la amistad. Podríamos decir que su carácter era de una dulzura absolutamente femenina, en el mejor sentido del término, y su voluntad de revolucionario, de un temple excepcional, le hacía capaz de combatir hasta la muerte por los principios que profesaba. Y lo demostró elevando sus protestas contra los representantes de la burguesía y los traidores socialdemócratas del Reichtag alemán, cuya atmósfera estaba saturada por los miasmas del chovinismo y el militarismo triunfantes. Lo demostró levantando en Berlín, en la plaza de Postdam, el estandarte de la rebelión contra los Hohenzollern y el militarismo burgués.

Fue detenido. Pero ni la prisión, ni los trabajos forzados lograron quebrar su voluntad y, liberado por la revolución de noviembre, Liebknecht se puso a la cabeza de los elementos más valerosos de la clase obrera alemana.

Rosa Luxemburg – La fuerza de las ideas

El nombre de Rosa Luxemburg no es tan conocido en Rusia o fuera de Alemania, pero se puede decir sin temor a exagerar que su personalidad no desmerece en nada a la de Liebknecht.

De constitución pequeña, débil y enfermiza, Rosa sorprendía por su poderosa mente.

Ya he dicho que estos dos líderes se complementaban mutuamente. La intransigencia y la firmeza  revolucionaria de Liebknecht se combinaban con una dulzura y una amenidad femeninas, y Rosa Luxemburg, a pesar de su fragilidad, estaba dotada de un intelecto poderoso y viril.

Ferdinand Lasalle ya escribió sobre el esfuerzo físico del pensamiento y la tensión sobrenatural de que es capaz el espíritu humano para vencer y superar obstáculos materiales. Esta era la energía que comunicaba Rosa Luxemburg cuando hablaba desde la tribuna, rodeada de enemigos. Y tenía muchos. A pesar de ser pequeña de talla y de aspecto frágil, Rosa Luxemburg sabía dominar y mantener la atención de grandes auditorios, incluso cuando eran hostiles a sus ideas.

Era capaz de reducir al silencio a sus más resueltos enemigos mediante el rigor de su lógica, sobre todo cuando sus palabras se dirigían a las masas obreras (…)”.

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