MÉXICO

Lo peor del futuro es el pasado

Lo que sorprendería a cualquier uruguayo si escuchara los programas de opinión política de México, es la extraordinaria capacidad para negar la realidad que tienen.

No digo todos, porque hay quienes intentan inhabilitar los somníferos tanto orales como escritos. Empero, por lo general, existe un acuerdo generalizado entre los líderes de opinión en mantener la crítica dentro de determinados límites. Eso ayuda mucho a la simulación en tanto república democrática.

No se trata solamente de la capacidad de mentir que pueda tener la «clase» política, sino la que ostentan los politólogos o analistas sociales para «indeterminar lo que no existe», ocupando páginas de periódicos u horas de trasmisión radial o televisiva, entronizando al principal lugar común del país: el eufemismo.

Hablar de democracia en México es una ironía. Y cuando los comentaristas abundan con «propiedad indeclinable» de lo que es bueno o malo para «nuestra democracia», caen en el cinismo más que en alimentar un código obligado para ocupar un lugar en el mundo periodístico local. Un enorme callo de siglos de impudicia, que termina por creer en lo que no existe, o deformar lo que sí existe.

Lo digamos con contundencia: México no es un país democrático. Y no lo es solamente porque la clase política es autoritaria o porque el presidencialismo regio sigue vivo, sino porque el autoritarismo antes referido, es una cultura. Quizá, el parámetro cultural más relevante de nuestra nación.

Hace algunos años, se practicó una elección interna del Partido de la Revolución Democrática. En ellas se elegiría por dos tipos distintos de partido, uno popular y otro autoproclamado como la Nueva Izquierda.

Por un lado, el candidato era Alejandro Encinas un político altamente prestigiado y por otro, uno con largos antecedentes de corrupción, Jesús Ortega, precisamente el novoizquierdozo.

Fueron tantas las trampas, corruptelas e intrigas, que habían pasado meses de las elecciones y no se resolvía quién había ganado. Por eso, intervino el gobierno a través del Instituto Federal Electoral, controlado por el presidente de la República y de esta manera, Felipe Calderón (de derecha) ubicó en la silla de mando del PRD, al más venal de los dos. Desde ese momento, el partido que prometía la revolución democrática, se consolidó como una caterva de piratas que intentan impedir la candidatura del líder de masas más importante del país: Andrés Manuel López Obrador. Político con un gran arrastre popular, que mereció quince millones de votos en las elecciones pasadas del 2006.

El 23 del corriente, hicieron lo mismo, ante las elecciones de autoridades estatales. Fue un cochinero reprobable, donde cinco entidades debieron declarar nulas las elecciones por la falta de condiciones para llevarlas a cabo. Una jornada de trampas, robo, violencia y una actitud filibustera que aquí llaman: agandalle.

Si ni siquiera la izquierda es democrática, ¿qué les queda a los demás partidos acostumbrados a reproducir ad libitum, la afamada ley del gallinero?

Como no hay una mentalidad democrática, no hay tampoco una cultura democrática, como ya hemos manifestado. Por lo mismo, el parlamento se reduce a la onerosa suma de quinientos diputados que siguen lo ordenado o «sugerido» por su coordinador quien, a su vez, es la persona encargada de trasmitir los deseos de los poderes fácticos.

Ingresar al recinto legislativo, donde no se decide nada importante para el país, más que la simulación de reformar leyes sin tomar en cuenta que no existe un Sistema Jurídico capaz de ponerlas en práctica, es testimoniar la enfermedad letal del país: la simulación.

El pensamiento independiente es evitado por la inexistencia de espacios donde expresarlo. Y no son pocos los que asumen como diputados o senadores con gallardía oposicional, para ser rápidamente disuadidos en lo fundamental: las rispideces no son premiadas, pero sí la «amistad parlamentaria» como sinónimo de «oportunidades».

En este clima, México se enfrenta a las elecciones del 2012. Todo debería cambiar, pero es muy difícil cuando lo que asegura la continuidad del status quo es el peso de la propia cultura nacional. Hablamos del autoritarismo y con él, florece la corrupción y la impunidad.

Al final, no son pocos los que prefieren callar y aprovechar los cada vez más reducidos espacios de supervivencia que van quedando.

De esta manera, no es imposible hablar que México es rehén de su propia cultura, no solamente de las injusticias económicas, que son muchas. Como lo dijo un abogado nacido en Rusia en 1870: que lo peor que uno traslada al futuro es lo que arrastra del pasado.

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