EDITORIAL

Cómo combatir la violencia

Sin olvidar que la derecha y los medios que le son funcionales hacen de la inseguridad el caballito de batalla para denostar al gobierno ­sobre todo cuando ya se ha lanzado la campaña electoral­, es innegable que la violencia se manifiesta a diario.

No solamente la violencia delictiva (asaltos, copamientos, rapiñas, arrebatos) expresada en delitos contra la propiedad, sino también la que se manifiesta diariamente en las conductas agresivas sin razón aparente que exhibe la sociedad. El exponente más notorio es el espíritu patoteril que prima en las hinchadas en cada espectáculo deportivo. Este fenómeno no es novedoso pero tonto sería negar que se ha incrementado hasta extremos trágicos en los últimos tiempos. Todavía está fresco en la memoria colectiva el crimen repugnante del hincha de Cerro ultimado por una patota luego de un partido con Peñarol; y aunque algunos de los participantes en aquel infausto episodio han sido procesados y aguardan condenas severas, las sanciones previstas en la ley penal, y aplicadas por los jueces cuando se logra reunir pruebas suficientes, no parecen disuadir a los energúmenos. Prueba de esto es lo ocurrido en la Aguada, un pacífico barrio montevideano típico de clase media y por tanto sin elementos marginales propios de las zonas rojas, cuando dos jóvenes perdieron su vida a manos de antisociales. No hubo en estos casos móvil de hurto ni de venganza, ni ninguna otra explicación a esa agresividad bestial exhibida por los responsables de la puñalada y los disparos.

Ultimamente, los institutos de enseñanza también se han convertido en escenarios apropiados para que jóvenes inadaptados desfoguen su agresividad causando estragos, atacando a profesores y funcionarios e hiriendo a adolescentes. Cierto es que esos hechos alarmantes de violencia suelen ocurrir con mayor frecuencia en liceos ubicados en zonas marginales o empobrecidas, pero no suceden sólo allí; las clases medias ­e incluso las capas altas­ también han sido ganadas por la violencia irracional que campea en la sociedad.

Es posible oír sesudas reflexiones de políticos o de seudo-analistas ­y hasta de periodistas deportivos, como si la violencia en el fútbol o el basquetbol fuera tema de análisis deportivo al mismo título que la táctica elegida por un entrenador­ que opinan sin conocimiento de causa y sin detenerse a hurgar en las causas de esa violencia. Con criterios que revelan una mentalidad muy primaria, no se les ocurre otra solución que aumentar el rigor represivo: más policías, jueces menos indulgentes, penas más severas. Por eso se hacen eco irresponsablemente de los reclamos del ciudadano medio (medio e ignorante) que repite irreflexivamente que la Policía no actúa, que los jueces liberan a los sospechosos y que sería bueno considerar la reimplantación de la pena de muerte. Por eso proponen construir más cárceles y por eso dirigen sus misiles contra la ministra del Interior.

Hemos dicho más de una vez, al referirnos a esos comportamientos violentos, que la violencia y la agresividad parecen ser componentes de la condición humana. En efecto, al igual que otras especies animales, los hombres han recurrido a la violencia desde tiempos inmemoriales para resolver situaciones problemáticas. La disputa por las hembras, por el alimento, por el agua o por un territorio se dirimía mediante el uso de la fuerza física. Pero con el paso del tiempo, otros motivos vinieron a sumarse para que los seres humanos se enfrenten con inusitada violencia: el afán de venganza, el odio (racional o irracional), la ambición, el poder. Y a medida que la civilización ha ido avanzando, cualquier motivo baladí es válido para que se manifieste esa violencia latente y afloren los sentimientos e instintos más bajos.

Creemos que es preciso combatir las conductas violentas mejorando y racionalizando los aspectos represivos; pero consideramos que es hora de detenerse a reflexionar en serio acerca del origen de la violencia y la agresividad.

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