Recuerdos de compañeros muertos y militantes vivos

Lo que voy a contarles sucedió mientras me estaba documentando para los artículos sobre Colombia («El escándalo de la ‘parapolítica’ al rojo vivo, 18 de mayo, y «La última maniobra de Uribe», 27 de mayo) en que se demuestra la estrecha comunión del gobierno colombiano, sus ministros, legisladores, gobernadores, alcaldes y servicios de inteligencia, con las bandas criminales de los paramilitares, con los narcotraficantes y con grandes empresas multinacionales (como la bananera Chiquita Brands). Por la misma causa, un lote de legisladores y gobernadores del uribismo están encarcelados, lo mismo que algunos liberales y conservadores, al tiempo que los jefes narco-paramilitares acogidos a la ley de «justicia y paz» gozan de todas las comodidades, celulares incluidos, en la cárcel de Itagüí, donde siguen tramando sus negociados y organizando sus huestes para las próximas elecciones municipales.

Esos días, en el diario El Universal el dirigente liberal y candidato presidencial fracasado Horacio Serpa escribía: «Colombia está siendo sacudida por un terremoto. Las capturas ordenadas por la Corte Suprema y la Fiscalía Nacional afectaron a congresistas y personas vinculadas al sector público. Sumados a las detenciones proferidas antes, el panorama es desolador. Ya todo está claro: el paramilitarismo domina la política. La temperatura subió aun más cuando Mancuso prendió el ventilador y dejó mal parados a políticos, empresarios, agricultores, militares y personas cercanas al alto gobierno, a quienes acusó de apoyar y promover el paramilitarismo. La cortina de la impunidad se está corriendo y toda la podredumbre que se ha escondido por años se está viendo».

El diario El Tiempo, como ya lo señalé, pertenece a la familia Santos, representada en el gobierno por el vicepresidente Francisco Santos y el ministro de Defensa Juan Manuel Santos, siendo sus directores Enrique Santos y Rafael Santos, y el presidente de su casa editorial Luis Fernando Santos. Allí me encontré con el siguiente párrafo: «Iván Cepeda, del Movimiento de Víctimas de Crímenes del Estado, confirmó al salir de la sala destinada a las víctimas que ‘Salvatore Mancuso ha hablado de que el Estado entrenó, acompañó e hizo patrullajes y operaciones conjuntas con los grupos paramilitares. En lo que él mismo denominó paramilitarismo de Estado, Mancuso hizo una relación de los estrechos vínculos de la Brigada XVII con el paramilitarismo y comprometió a los generales Rito Alejo del Río y Martín Orlando Carreño e Iván Ramírez en la planeación y ejecución de operaciones conjuntas con grupos de autodefensas. En sus encuentros se definió la expansión paramilitar en Urabá, en los sitios despoblados donde no había fuerza pública para que fueran ocupados por las Autodefensas'».

Cuando vi el nombre que figura a la cabeza del párrafo, me estremecí (como en el fragmento literario famoso, pero aquí era una memoria visual y auditiva). Me sonaba a conocido. Iván Cepeda es el hijo de Yira Castro y de Manuel Cepeda, periodistas ambos y dirigentes sociales y de la izquierda colombiana.

El director debe recordarlo. Conocimos a Yira Castro en las reuniones de la Felap (Federación Latinoamericana de Periodistas) en México, desde su fundación en mayo-junio de 1976. Representaba al Círculo de Periodistas de Bogotá (CPB). Estuvimos con ella también en el II Congreso en Caracas, después volví a encontrarla en otra reunión del Consejo Directivo en Santo Domingo, donde llegué desde Teherán tras participar en el Encuentro Internacional sobre los crímenes del imperialismo norteamericano en Irán (en el cual, entre otros, intervino el ex fiscal general de EEUU Ramsey Clark). Yira Castro era una personalidad muy querible, fina y de gran sensibilidad. Hermosa morocha, la estoy mirando ahora en la tapa de un libro del que les hablaré enseguida. Tenía tras sí, pese a su juventud, una extensa trayectoria: además de periodista, educadora, militante social, varias veces presa, e integrante del Concejo de Bogotá donde llegó bajo el lema: «Una mujer revolucionaria al Concejo» en representación del PCC. Lamentablemente, este cargo lo pudo ejercer apenas por cuatro meses, a causa de una dolencia neurológica irreversible que no cedió ante los tratamientos intentados en varios lugares. Su última estadía fue en un hospital de Moscú, de donde regresó por su voluntad para morir junto a su esposo y sus hijos Iván y Marujita el 9 de julio de 1981. Tenía 39 años.

Esto me lo contó Manuel Cepeda un par de años después. El, un excelente periodista, director de Voz Proletaria (que ahora se llama Voz a secas) y dirigente partidario, tuvo la audacia de escribir una biografía de su compañera, en que cuenta en forma entrañable y contenida su vida en común. El libro se llama «Mi bandera es la alegría» y contiene además el discurso de Gilberto Vieira en el sepelio, testimonios múltiples y mensajes (entre ellos el de Felap, suscrito por Eleazar Díaz Rangel), así como una selección de artículos de Yira. Ahí se registra el nacimiento de Iván y sus fotos de niño. La pareja vivía entonces en un apartamento muy modesto, pero cercano a «un diminuto jardín donde cantaba interminablemente un jilguero». Después Yira iba con su hijo a visitar a Manuel cuando éste estuvo preso medio año en la Cárcel Modelo.

Yo había llegado a Bogotá en el marco de la campaña mundial contra la dictadura uruguaya. Cepeda me regaló el libro con esta dedicatoria: «Para Niko, con el recuerdo de Yira y la convicción de la próxima libertad del Uruguay. Manuel Cepeda. Julio 19/83″.

Unos años después, estando ya en Uruguay, me entero de que Manuel Cepeda fue asesinado. Sufrió la misma suerte que miles de colombianos, sus militantes sindicales y de izquierda, y los candidatos presidenciales de la Unión Patriótica, Bernardo Jaramillo y Jaime Pardo Leal.

Aquí he querido evocar la continuidad de una lucha firme y sostenida, en este caso generacional, que late en la entraña de la América nuestra. Y resaltar la labor del Polo Democrático, de las fuerzas de izquierda, sindicales y populares de Colombia por poner fin a un ciclo de muerte y destrucción que ya dura demasiado.

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