Un buen Pirandello en Maldonado

La obra no pertenece a ninguna de las series conocidas de Pirandello. No experimenta como Seis personajes en busca de autor o Esta noche se recita improvisando, no ingresa al mundo fantástico como Los gigantes de la montaña.

El hombre de la flor en la boca parece querer glosar un sentimiento personal: el impacto de la idea de la muerte, de su sola presencia en nuestra conciencia, en la vida cotidiana.

Al hombre de la «flor en la boca» –eufemismo por epitelioma, cáncer de piel– la idea de su próxima muerte le cambia desde ya la vida; otro encuentro, tan casual como su cita con la muerte, le permite o le sugiere revelar su secreto y revelarse sus nuevas fantasías a sí mismo, a través del diálogo.

La anunciada muerte interfiere con los afectos familiares, lo conduce a una soledad donde reconstruye su existencia sobre nuevas fantasías y donde redescubre la vida que se le va en sus detalles más extraños y aparentemente más insignificantes, nuevo mundo del que sale sin más pretexto que la compañía de otro hombre que, nueva casualidad, ha perdido un tren.

Hay un sentimiento de angustia ante «la dulce juventud nunca vivida» que golpea a la puerta, no menos dolorosa que la otra presencia, más opaca y segura, del inevitable fin.

El hombre de la flor en la boca deja un sabor agridulce, donde se mezclan el gusto, aún disfrutable, la vida que se va y el sentido de lo irreparable o irrecuperable. La pieza llama a la esperanza, a cuidar el día, a no dejar que la vida se agoste sin fructificar; también deja una reflexión sobre la humana fragilidad, sobre la vulnerabilidad de lo que consideramos más firme y asentado.

La obra reposa sobre un ritmo que debe ser perfecto y, más difícil aún, debe oscilar entre la realidad y el sueño. El monólogo del hombre de la flor en la boca (Rodolfo Acosta) es suscitado por el viajero frustrado (Ariel Mosteiro). El viajero que puede parecer un espectador del escenario, no es prescindible, porque permite un juego de proximidad y distancia que hace más verosímil y más punzante al drama que una alocución del protagonista de cara al público.

Así, el hombre condenado se nos confiesa; pero porque lo sorprendemos en una confidencia casual a un extraño, a quien nunca se volverá a ver y que partirá; como se irá la vida, con sus regalos sin abrir.

Como nos tiene acostumbrados, el director Ernesto Laiño ha comprendido el libreto de Pirandello a la perfección; la falta de toda mención o escenografía, muy simple, nos hace pensar que es también de su autoría.

Laiño ha realizado una pequeña obra maestra de equilibrio entre los distintos planos de la obra, la realidad y la fantasía, la muerte y la vida, el deterioro de la existencia y su afirmación.

El tiempo ha sido magistralmente pautado, de modo que no hay un solo instante en que no esté sucediendo algo, en que no se esté requiriendo con eficaces medios la renovada atención de un espectador. El resultado parece simple, y lo es, pero se trata de una sencillez que es el producto de un largo trabajo y una acendrada paciencia.

La interpretación del papel protagónico, que absorbe prácticamente todo el texto, estuvo a cargo de Rodolfo Acosta, que realizó una esmerada composición del difícil personaje, que debe decir y no decir, sugerir y callar.

A su sólida presencia escénica sumó Acosta una gama de expresiones, gestos y acentos, que no fueron los de sus éxitos anteriores, como Mateo de Armando Discépolo o El león ciego de Ernesto Herrera. Compuso el personaje con sobriedad y eficacia, con comunicación y con ese dejo de reserva y pudor que define al protagonista.

El hombre de la flor en la boca es un buen comienzo de año para el teatro del interior.

El hombre de la flor en la boca, de Luigi Pirandello, con Rodolfo Acosta y Ariel Mosteiro, con la dirección de Ernesto Laíño. Estreno del 8 de enero, Centro Paz y Unión de Maldonado, J. Dodera y Florida.

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