Arte

Monet en la ciudad de Rouen, catedral del impresionismo

Durante todo el verano boreal permanecerá habilitada la muestra Una ciudad por el impresionismo, Monet, Pisarro y Gauguin en Rouen, en el Museo de Bellas Artes de la antigua capital de la Normandía, Francia.

El verano es una estación apropiada para enterarse de que París no es Francia. Hay ciudades en las provincias con un patrimonio cultural importante que habitualmente no figura (afortunadamente) en los depredadores itinerarios turísticos. La ciudad de Rouen es una de ellas. A pesar de la destrucción de barrios enteros muy típicos, durante la última guerra, con la retirada de las tropas nazis de ocupación, Rouen mantiene el prestigio de la singularidad urbana, con la arquitectura normanda, iglesias góticas, el puerto y los puentes. Allí nacieron Corneille y Flaubert, fue quemada viva Juana de Arco el 30 de mayo de 1431 (fecha y lugar señalados en la Plaza del Viejo Mercado). También la ciudad se hizo famosa en el arte por las 28 versiones que hizo Claude Monet de la fachada principal de la catedral, monumento gótico con fama propia.

Quien firma esta nota realizó, en 1994, un largo itinerario persiguiendo los principales lugares que registraron y vivieron los pintores impresionistas que cerraron, con insuperable magnificencia, el ciclo de la pintura tradicional e inauguraron nuevas perspectivas al acto de pintar. Representaron, recogiendo el espíritu de su tiempo, los años dichosos, remanso de paz entre dos guerras, 1870 y 1914.

Ciudad pequeña, Rouen es, no obstante, muy animada y aunque en épocas de regatas se inunda de visitantes, no cedió mucho al consumismo volátil. Es cierto que hay soluciones urbanísticas discutibles o simplemente equivocadas (plazas de la catedral y del Viejo Mercado), pero se advierte el sugestivo encanto que proviene de la autenticidad conservada. Y en muchos casos, adecuadas a las necesidades de la sociedad actual. Como el Museo de Bellas Artes. Renovado por varios arquitectos, puesto al día en su concepción museográfica, con notables aciertos. Bicentenario, fue creado en 1801, las transformaciones se hicieron en menos de cinco años. Reabierto en 1994, con el agregado de 33 nuevas salas, para revalorizar un acervo de excepcional calidad. Entre las mil pinturas que se exhiben del siglo XVI al XX, se cuentan obras de Perugino, El Veronés, Clouet, Poussin, Caravaggio, Rubens, Velázquez, Fragonnard, Géricault (12 cuadros) Delacroix (3), Corot (3), Monet (10), Sisley (9), Renoir (2), entre otros impresionistas y dos sorprendentes salas dedicadas a los tres Duchamp (como lo escribía Marcel), aunque en realidad fueron cuatro: Suzanne, Jacques, Raymond y Marcel. La simple enumeración lo hace un museo imprescindible. Además, cuenta con la obra maestra de Monet, La calle Saint-Denis en la fiesta del 30 de junio de 1878, que figuró en la cuarta exposición del grupo en 1879. Rara vez, los fauves alcanzaron el impacto cromático de este cuadro, así como del rupturismo formal.

El edificio es una imponente arquitectura historicista del siglo XIX, con una hermosa escalera de honor que conduce a la planta superior. También se accede por una entrada lateral que desemboca en un amplio patio cubierto donde están la cafetería y, a un costado, la sala de exposiciones temporarias. Allí, como un collar de perlas únicas, se exhibieron, en 1994, 16 de las 28 catedrales que pintó Monet.

De ese mencionado itinerario impresionista, quedaron grabadas dos experiencias inolvidables, el mágico encuentro con la montaña Saint-Victoire, obstinadamente recreada por Cézanne, en el sur de Francia, y las 16 telas de Monet, de una intensa gratificación estética que sólo ocurre una vez en la vida. En efecto, la última vez que se reunieron 20 telas de esa serie, en Rouen, había sido en 1895. Ahora, en 2010, se vuelven a reunir solamente once, una cantidad apreciable pero nunca superada hasta ese año de gracia de 1994. No menos importante es el hecho de que el visitante puede confrontar las imágenes pintadas con el referente temático en la misma ciudad.

Las catedrales de Monet marcan uno de los momentos más gloriosos del arte monetiano. Y de la pintura también. No fue por si acaso que el ruso Kasimir Malevich declaró su importancia en la historia del arte. Kandinsky y Matisse se rindieron ante el deslumbrante poderío cromático y luminoso de esa serie elaborada durante los inviernos de 1892 y 1893. No era la primera vez que Monet trabajaba en series temáticas. Las parvas (1891) y Los álamos (1892), eran antecedentes notorios, donde el conductor indiscutido del impresionismo alteró el concepto del cuadro multiplicando tantas veces como fuera posible las variaciones de la luz sobre el mutante referente elegido, viendo transcurrir las estaciones, los días, las horas.

En esa empecinada investigación introduce la noción de temporalidad en el campo pictórico al abrir los caminos a las vanguardias históricas del siglo XX y, en especial, el expresionismo abstracto estadounidense.

Las relaciones de Monet (1840-1926) con la Normandía fueron numerosas. Aunque nació en París, vivió la infancia en Le Havre donde, en su juventud se dedicó a la caricatura con cierto éxito. Fue al conocer a Boudin, el maestro de Honfleur, pintor de playas y cielos, que rumbeó nuevamente a París para convertirse en el mayor representante de la corriente impresionista. Su hermano mayor quedó en Rouen desde 1870 y, a partir de 1883, ya con fama y fortuna, Monet se instaló en Giverny realizando ese fantástico jardín con puente japonés. Fue doblemente paisajista: en el artificio de la tela y en la creación de una naturaleza concebida como prolongación y estímulo de la obra pintada.

Lo que le obsesionaba a Monet era capturar los juegos de luz sobre la fachada de la catedral. Las tres casas desde las cuales Monet pintó la nueva serie de la catedral, permanecen, un poco transformadas. Una, al centro, se transformó en oficina de turismo, las otras dos, en los extremos derecho e izquierdo de la plaza, están ocupadas por sendas tiendas.

Monet se empeñó hasta el agotamiento físico en las Catedrales. Siempre pintó directamente al aire libre y ahora, contrariando ese hábito, que era también una declaración de fe impresionista, Monet improvisó su taller en el primer piso de una tienda de lencería, olvidándose de que muchas mujeres venían, detrás suyo, a probarse la ropa, con las consiguientes protestas de las eventuales clientas.

Apasionado por esa cambiante visión de la catedral, llegó a trabajar al mismo tiempo catorce cuadros a la vez. (Figari lo haría más tarde.) Desde ese primer piso de la tienda, acechaba el paso de la luz del día, el lento, implacable transcurrir del tiempo, para apresar no lo que veía, sino lo que estaba entre él y el modelo, es decir, lo inapresable.

Esa tarea quedó concluida el 14 de abril de 1893 y la continuó y perfeccionó en su casa jardín de Giverny. Finalmente terminó la serie de 28 telas (que llegaron a 30, con agregado de dos puntos de vista laterales) que se reparten en subseries de colores gris, blanco, azul y violeta, donde el muro de piedra de la catedral se deshace ante la mirada perforadora de Monet.

Cierta vez, Cézanne, que no era nada partidario de las búsquedas monetianas, sentenció: Es solamente un ojo, pero qué ojo. Es que después de Monet, la pintura en cuanto cuadro de caballete y expresión individual, no podía sino haber entrado en su ocaso. Monet conquistó la más alta parábola de todo un sistema de representación a partir del Renacimiento. A partir de él, la pintura nunca consiguió alcanzar el refinado goce hedonista, la feliz sensorialidad, por momentos cargada de erotismo cromático, que logró cada vez que estaba en relación con la naturaleza.

Dispersas por los museos y colecciones privadas de todo el mundo, las Catedrales de Monet se vuelven a reunir, once de ellas, en el Museo de Bellas Artes de Rouen hasta el 26 de setiembre.

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