Arte

Eva Díaz, algo más que virtuosismo

Es breve la historia de la cerámica en Uruguay. Los aislados y fragmentados antecedentes prehistóricos, las experiencias de Figari en la Escuela de Artes y Oficios, un par de solitarios oficiantes, se formalizan y concretan a partir de la década del cincuenta cuando Marco A. López Lomba y Carlos Páez Vilaró fundan el Taller de Artesanos. Dos extranjeros, Josep Collel y Carlos Heller, cumplieron, paralelamente, una labor pionera. El país atravesaba uno de sus mejores momentos en lo social, lo político, lo económico y lo cultural. Fue una década fundacional, de excepción por la calidad de sus intelectuales y artistas, el rigor crítico la invención visual, por el nivel del intercambio cultural con el exterior que no se repetirá. La pintura, la literatura (con el caudal de publicaciones y editoras) y las artesanías adquirieron una predominancia y una aceptación sin igual entre el público de clase media. Las ferias de Nancy Bacelo y María Luisa Torrens contribuyeron, poco después, a consolidar ese ambiente que se desvanecería, inexorablemente, ante el sombrío horizonte de la dictadura militar.

Eva Díaz Torres provenía de una famosa estirpe de creadores. Su abuelo, Joaquín Torres García, presidía la fama sólidamente establecida en Europa. Sus padres (Olimpia Torres y Eduardo Díaz Yepes) y sus tíos (Augusto, Horacio e Ifigenia Torres) siguieron el camino de las artes visuales. Pareció natural que Eva Díaz Torres continuara la misma opción creadora. No sin dificultades. Formada dentro de las costumbres españolas, de rígido entendimiento de las funciones sociales y relaciones familiares y el lugar que debe ocupar cada uno de sus integrantes, debió luchar (como lo hicieron su abuela Manolita, su madre Olimpia) contra la discriminación de la mujer en el arte, surgida dentro del propio ámbito hogareño. Su tenacidad la condujo a la afirmación de su voluntad (en el arte, en la vida) por encima de cualquier otro preconcepto. Poseía el don de la aceptación del otro, y esa mirada impositiva y tierna, a la vez, legado de sus ancestros femeninos que también heredarían sus tíos. Encarnó el ideal libertario (característico de Manolita Piña), que la condujo a la prisión y al exilio, a una errancia de padecimientos asumidos como orgulloso y escondido blasón. A la muerte joven, quizá.

Empecinada en indagar en el lenguaje de la cerámica, se acercó esporádicamente a maestros ya establecidos (López Lomba, Gurvich, Collel), hizo diversas investigaciones en variadas técnicas, hasta que al volver definitivamente a Montevideo, junto a la democracia, en 1985, encontró en el rakú, el fundamento último para vehicular el sentido de la invención formal. En su propia casa instaló el horno (como lo haría en la explanada posterior del Palacio Municipal en ocasión de su muestra individual, 1991). La técnica del rakú, proviene del Lejano Oriente, probablemente originada en Corea y luego transferida, en el siglo XVI, con enorme éxito a Japón, asimilada al budismo zen y a la ceremonia del té. Una técnica cerámica que la diferencia de la tradicional, conocida en occidente, de lento enfriamiento, para sacar la pieza incandescente del horno y depositarla con pinzas en el aserrín o virutas de madera que al ahumarse penetra en la materia para resaltar los valores táctiles y cromáticos. En esa operación alquímica, las roturas y rajaduras suelen producirse pero el creador, lejos de desecharlas, las asume como un elemento inesperado y bienvenido, hasta provocado, que incorpora a la obra. «Nunca habrá dos cacharros iguales», sentenció Eva Díaz, con toda razón.

Eva Díaz no se propuso alterar el derrotero histórico de la cerámica. A diferencia de Gurvich, Silveira-Abbondanza o Mercedes González, que optaron por transgredir los cánones establecidos, Eva Díaz continuó el sentido utilitario, funcional de López Lomba o Collell. Eso sí, con un portentoso sentido de la inventiva. Es la que pone en evidencia la muestra que actualmente transcurre en el Museo Torres García. Diseñada con esmero, de impecable iluminación, ocupa el piso segundo del museo. La cartelería y los textos de pared (breves frases de la artista), consiguen eludir la abrumadora lectura y en su levedad enunciativa estimulan al visitante a disfrutar del despliegue formal habilidosamente instalado. Formas ovales, cerradas, que se abre en la parte superior, aceptan torsiones y hendiduras, golpes y abolladuras, deformaciones y dobleces, terminaciones irregulares, sembradas de signos negros, en varios casos, que se incorporan a la superficie hasta adquirir consistencia metálica, de lustrosos y tornasolados cromatismos, casi al borde del temible buen gusto japonés, que la artista sabe sortear para detenerse en el momento exacto de su expresión. Esos signos y señales de la crepitante materia, a veces adelgazada en extremo, no exentas de cierto dramatismo, aluden a la fragilidad de la vida, al dolor de una existencia en continuo acecho, a la autorreferencialidad de un pasado, a la posibilidad de la muerte cercana. Por otro lado, los cálices abiertos y ondulantes, se ofrecen generosamente como una dávida existencial, de límpida sensualidad, donde la mirada se desliza del exterior al interior con la misma facilidad con que se recorre la cinta de Moebius. De tamaño mediano a pequeño (hay un par de deliciosas piezas aisladas que atrapan al visitante) el conjunto, aunque conocido, impresiona como si fuera visto por vez primera. Es una lástima que la importante exhibición no tenga un catálogo o un folleto a la altura de la exhibición y de la ceramista que, después de todo, es lo que queda cuando no queda nada.

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