Más de 100 personas morirán de hambre mientras lees este artículo

En los seis minutos escasos que empleará en leer este artículo, más de 100 personas morirán de hambre en el mundo. En Mali, India, Bangladesh, quizás alguno (o quizá no) en una calle de Nueva York o Madrid. Unas 25.000 diarias, 9 millones al año. El 60% son mujeres. Tres millones, niños menores de cinco años. El 90% son pequeños campesinos con parcelas minúsculas; el 20%, campesinos sin tierra”; otro 20%, pobres urbanos; el 10% restante, pastores, pescadores, recolectores…

Estas cifras son impactantes, pero hace tiempo que dejaron de ser noticia. Ya no llaman la atención. Son de sobra conocidas. Si acaso, durante unos momentos puede que causen cierto malestar entre quienes están más preocupados por el sobrepeso que por comer aunque solo sea lo justo para sobrevivir.

Habrá quien se deje llevar por el impulso del momento y la mala conciencia y corra a hacer una donación a Unicef, la Cruz Roja, Intermon Oxfam o Acción contra el hambre Pero nunca serán demasiados los que reflexionen sobre las causas profundas de una plaga que azota a más de 800 millones de personas y que, más que con la voluntad divina o la crueldad de la naturaleza (sequías, inundaciones, huracanes, terremotos…), tiene que ver con la acción humana: sobreexplotación del medio ambiente, cambio climático, guerras, corrupción, tiranías, especulación, desigualdad, explotación, imperialismo…

El escritor y periodista argentino Martín Caparrós ha escrito un libro destinado a quedar como referencia obligada para cualquiera que en el futuro estudie este tsunami que afecta sobre todo a lo que un día se llamó Tercer Mundo (que el autor rebautiza como el Otro Mundo) y que la pasividad del Primero ha convertido en crónico, en estructural.

Se titula, como no, El hambre (Anagrama), y es una combinación de ensayo y reportaje que enlaza el análisis de las causas profundas del desastre con los testimonio de las víctimas en países como Níger, India, Bangladesh, Sudán del Sur, Madagascar, Argentina… e incluso Estados Unidos.

El resultado es impactante. Demuestra que lo que se esconde tras el eufemismo “malnutrición estructural” es reflejo directo de la banalidad del mal, en un sentido no tan distante del que Hanna Arendt convirtió en categoría a raíz del juicio a Adolf Eichmann. Se trata de un implacable reflejo de que “la máquina capitalista no sabe qué hacer con cientos de miles de personas que le sobran”, desechables, sin culpa, que caen como moscas de forma lenta, invisible.

“En el mundo de la abundancia”, dice Caparrós, “el hambre es una vergüenza moral” que acecha a los 2.000 millones de personas (el 30% de la población mundial) que malviven, a salto de mata, siempre en precario, con unos ingresos de menos de un euro al día. Más que la tragedia o la catástrofe repentina es “la normalidad insidiosa de vidas en las que no comer lo necesario es lo más habitual”.

Tiene que ver con la inseguridad alimentaria, con no saber si hoy se va a poder comer o no, con la anemia, con la falta de zinc, yodo o vitaminas, con el déficit de proteínas y calorías, con el momento en que la malnutrición se convierte en desnutrición, el término menos agresivo con el que los políticos y los organismos internacionales denominan al hambre.

Eliminar el hambre favorece a todos, a ricos y a pobres, porque “genera desesperación y amenaza a la estabilidad mundial”. Es una bomba de relojería. Y no es inevitable, porque la agricultura mundial tiene capacidad de sobra para alimentar a 12.000 millones de personas. El esfuerzo no sería tan grande: para acabar con el hambre en el mundo bastaría, al menos en teoría, con una inversión de dos billones de dólares, la décima parte de lo que se gastó en 2008 para rescatar a entidades y grupos financieros. O con que se aplicase la tasa Tobin y se utilizase con ese fin el 0,1% del importe de las transacciones bancarias.

Obama se comprometió a eliminar el hambre para 2015. Ya estamos en 2015, y no. En 1970, en la ONU, el Primer Mundo se comprometió a dedicar el 0,7% de su PIB al Tercero. Pasados 35 años no llega siquiera al 0,4%, el 0,19% en Estados Unidos, el 0,17% en España (en 2010 era el 0,43%). Claro, la crisis, la maldita crisis, pero no por eso deja de ser una vergüenza. En 2003, el programa contra el hambre de la FAO se marcó el objetivo de reducir para 2015 a la mitad el número de hambrientos (desnutridos, se decía), que era entonces de más de 800 millones. Los mismos que ahora. Ya estamos en 2015. Y tampoco.

Son cifras que recoge Caparrós. Hay muchas más, aunque el suyo no sea un libro de cifras. Solo las utiliza para ilustrar el fenómeno, para destacar las paradojas. Como que India exporte 50 millones de toneladas de alimentos –por cierto a un precio más bajo que el del mercado interno- y presuma de que la macroeconomía marche viento en popa, pese a que 200 millones de sus habitantes no comen el mínimo que se considera aceptable, y a que dos millones de niños menores de cinco años mueran allí cada año por causas relacionadas con el hambre.

Otra paradoja: hay 1.500 millones de seres humanos con sobrepeso en el planeta, 500 millones de ellos obesos, la inmensa mayoría en el Primer Mundo. Casi tantos sobrenutridos como desnutridos hay en el Otro Mundo. Porque la obesidad –burla cruel- es el hambre de los países ricos, y causa la muerte de, por ejemplo, 300.000 norteamericanos al año, por diabetes, enfermedades del corazón y otras.

El obeso también es una víctima, aunque sea de la ingestión descontrolada de comida basura barata, la única que muchas veces se puede permitir. Porque no sirve simplificar: los obesos no comen lo que los hambrientos no pueden comer. Los ricos no suelen estar gordos, mientras que un gordo –y la mayoría son pobres- es, en cierto sentido, “como un sin techo que lleva todas sus pertenencias en un hato”. Y Estados Unidos, el país con más ricos, es también un país lleno de pobres: 50 millones, 40 millones más que a comienzos de los años ochenta.

Más contrastes: para producir el etanol necesario para llenar el depósito de un coche de tamaño medio hay que cultivar 170 kilos de maíz. Tan sólo con el agrocombustible que utilizan los automóviles en Estados Unidos se podría entregar medio kilo diario de maíz a todos los hambrientos del mundo.

El hambre tiene mucho que ver también con la eficiencia agrícola y el tamaño y fertilidad de la tierra. El agricultor norteamericano cultiva de media 200 hectáreas de cereal que le producen 2.000 toneladas gracias al regadío extensivo, la mecanización y la utilización de semillas de gran eficiencia. Por el contrario, los campesinos del Sahel apenas si llegan a una hectárea de la que sacan unos 700 kilos. Los años buenos les da para sobrevivir, sin más. Los malos les condena a muchos de ellos a morir de hambre.

Se trata de una realidad que tiene que ver con la geografía, pero mucho más con la desigualdad. Un ejemplo: de 30 millones de tractores en todo el mundo sólo 100.000 están en África, donde hay 700 millones de campesinos, de los que 500 millones no pueden permitirse pagar semillas seleccionadas ni abonos minerales. El control de las semillas por un oligopolio de empresas norteamericanas les permite fijar precios, vigilar su distribución y uso, atar a los productores. Es, además, uno de los principales factores de neocolonialismo.

La especulación está también en el origen de muchos millones de muertes por hambre. El precio mundial de los alimentos se fija en la bolsa de Chicago, en la que se compra y se vende a veces enloquecidamente, sin relación directa y racional con la oferta y la demanda de los consumidores finales. Como en los mercados de valores más convencionales, se recurre a mecanismos intrínsecamente inmorales, a apuestas de futuro resultado de la ingeniería financiera, a maniobrar con activos que los operadores ni siquiera tienen en sus manos, ni se adquieren con efectivo, sino que tienen la misma etérea y movediza consistencia que los paquetes de hipotecas subprime cuyos movimientos basados en la ocultación y el engaño enriquecieron a unos cuantos, arruinaron a millones y provocaron la crisis brutal cuyas consecuencias aún sufrimos.

En el Otro Mundo, al que antes se llamaba Tercero, los vaivenes de la bolsa de Chicago tienen efectos catastróficos: a veces, porque, si hay que importar alimentos, no se pueden pagar los precios impuestos por las multinacionales. En otros casos, las importaciones a precios artificialmente bajos distorsionan el mercado.

Incluso la ayuda humanitaria tiene dos caras, una de ellas siniestra y eficaz punta de lanza del imperialismo económico. EE UU se las arregla ahí también para sacar provecho: no solo porque le ayuda a mantener su relevante sector agrícola, sino porque, por ley, el 75% de los envíos de asistencia deben ser alimentos producidos, procesados y empaquetados en el país, y transportados en barcos norteamericanos. Fruto de las subvenciones estatales, se distribuyen en los países pobres a precios que arruinan a los agricultores locales, que se ven forzados a desprenderse de sus tierras, lo que destruye la capacidad productiva y eterniza la dependencia del exterior.

De estas y otras muchas cosas trata El hambre en sus más de 600 páginas: del trabajo encomiable de ONG como Médicos Sin Fronteras, de la vida (o el sucedáneo de vida) en las llamadas villas miseria, donde el Estado no existe, donde no hay ni agua, ni luz, ni calles, ni escuela. De decenas y decenas de historias de los más pobres entre los pobres, de niños de brazos flacos y tripas hinchadas, de mucha muerte innecesaria, lenta, inevitable. De desconfianza en la eficacia en la medicina moderna, de falta de educación sanitaria elemental. De tradiciones asesinas.

Y también de la hipocresía, la ineficacia, la impotencia y la falta de voluntad del Primer Mundo. De los mecanismos perversos para consagrar la desigualdad. Incluso de caridad. Como la de la Madre Teresa, la santa de Calcuta, a la que Caparrós pone en entredicho porque ayudaba a morir mejor, pero no a vivir mejor. Porque aseguraba que el sufrimiento de los pobres es un don de Dios, que “el aborto es la principal amenaza para la paz mundial”. Porque fundó 500 conventos en 100 países, pero ni una sola clínica en Calcuta.

Si es usted rápido y ha tardado sólo 5 minutos en leer este artículo, habrán muerto entre tanto de hambre unas 85 personas. No tantas como las que indica el título. ¡Qué alivio! ¿no?

LuisMatiasLopez
Luis Matías López
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