Economía global

Las enseñanzas de la crisis del Atlántico Norte

Al analizar la crisis financiera más reciente, en cierta medida es útil examinar los daños experimentados en las últimas décadas. Las cien crisis, aproximadamente, de los últimos 30 años —que se produjeron a medida que las políticas de liberalización fueron adquiriendo importancia— nos han brindado una gran experiencia y una montaña de datos. Si examinamos los últimos 150 años, el caudal de datos a nuestra disposición es más copioso aún.

Con un siglo y medio de información clara y detallada sobre crisis tras crisis, la incógnita candente no es ¿cómo ocurrió esta última?, sino ¿cómo hicimos caso omiso a esta larga historia pensando que habíamos resuelto los problemas del ciclo económico? Llegar a creer que no volverían a suceder las grandes fluctuaciones económicas del pasado requirió una arrogancia impresionante.

Los mercados no son estables, eficientes o capaces de autocorregirse. La gran enseñanza que esta crisis nos ha obligado a reconocer —y que deberíamos haber asimilado hace tiempo— es que las economías no son necesariamente eficientes, estables o capaces de autocorregirse.

Esta revelación tardía tiene dos partes. La primera es que los modelos estándares centraban la atención en los shocks exógenos, a pesar de que sabemos de sobra que una proporción muy grande de las perturbaciones que sufre nuestra economía son endógenas. Y estas perturbaciones no son siempre a corto plazo; también ocurren transformaciones estructurales a largo plazo y shocks de carácter persistente. Dicho de otro modo, los modelos que centran la atención en los shocks exógenos nos despistaron: la mayoría de los shocks de muy gran alcance son de origen interno.

Segundo, las economías no son capaces de autocorregirse. Es evidente que todavía no hemos asimilado del todo esta lección fundamental que deberíamos haber aprendido de la crisis: incluso después de que hizo eclosión, los débiles intentos por arreglar las economías han fracasado. No cabe duda de que no han sido suficientes. En consecuencia, el riesgo de una crisis futura sigue siendo elevado.

La respuesta a esta crisis tampoco ha vuelto a traer al empleo a niveles remotamente cercanos a los de pleno empleo en nuestras economías. La disminución del PIB, en cuanto a la diferencia entre el producto potencial y el efectivo, asciende a miles de billones de dólares.

Por supuesto, algunos dirán que la crisis podría haber sido peor, y es cierto. Si recordamos que algunos de los que estaban a cargo de resolverla eran los mismos que la crearon, es quizá notable que la catástrofe no haya sido mayor.

Más que desapalancamiento y más que una crisis de los balances: la necesidad de una transformación estructural

En términos de recursos humanos, stock de capital y recursos naturales, estamos hoy en aproximadamente los mismos niveles que antes de la crisis. No obstante, muchos países aún no han vuelto a los niveles del PIB del período anterior a la crisis, y ni qué hablar de sus trayectorias de crecimiento de aquel entonces. De manera muy fundamental, la crisis aún no está totalmente resuelta y no tenemos ninguna teoría económica que nos explique el porqué.

Esto se debe en parte a la lentitud del desapalancamiento. Pero incluso a medida que la economía siga reduciendo su grado de endeudamiento, no hay ningún motivo para pensar que volverá a un nivel de pleno empleo. Es poco probable que volvamos a la tasa de ahorro familiar de cero registrada antes de la crisis; y no sería positivo si ello ocurriera. Aun suponiendo una ligera recuperación en el sector manufacturero, la mayor parte de los empleos que perdió este sector no volverán.

Basándose en datos del pasado, algunos analistas plantean que debemos resignarnos a esta lamentable situación. Una economía que ha sufrido una grave crisis financiera suele recuperarse lentamente. Pero el hecho de que las cosas suelen andar mal tras una crisis financiera no significa forzosamente que tenga que ser así.

No se trata únicamente de una crisis de los balances. La causa es más profunda: Estados Unidos y Europa se hallan en medio de una transformación estructural, producto de la transición de una economía basada en las manufacturas a una que se sustenta en el sector de los servicios. Además, cambiar las ventajas comparativas exige ajustes de muy gran alcance en la estructura de los países del Atlántico Norte.

Reformas que en el mejor de los casos no son más que medidas parciales. Por sí solos, los mercados generalmente no generan resultados eficientes, estables o aceptables desde el punto de vista social. Ello significa que debemos pensar más profundamente en el tipo de arquitectura económica que reporta crecimiento, una estabilidad real y una buena distribución del ingreso.[ed_azul]Es evidente que podríamos haber hecho mucho más para evitar esta crisis y mitigar sus efectos. También está claro que podemos hacer mucho más para evitar la próxima. No obstante, estamos al menos empezando a arrojar luz sobre las fallas de mercado de gran alcance, las grandes externalidades macroeconómicas y las mejores intervenciones de política para lograr un alto crecimiento, una mayor estabilidad y una mejor distribución del ingreso.[/ed_azul]

El debate en curso es si podemos sencillamente ajustar la arquitectura económica vigente o si necesitamos realizar cambios más fundamentales. Tengo dos inquietudes al respecto. Ya mencioné la primera: hasta ahora, las reformas apenas han rozado la superficie. La segunda es que algunos de los cambios efectuados en nuestra estructura económica (tanto antes como después de la crisis), que era de suponer serían positivos para la economía, posiblemente no lo fueron.

Hay reformas, por ejemplo, que si bien ayudan a la economía a resistir mejor a shocks pequeños, dificultan la absorción de perturbaciones más grandes. Es el caso de gran parte de la integración del sector financiero que permitió absorber perturbaciones más pequeñas, pero que dejó a la economía claramente menos capaz de hacer frente a importantes shocks extremos.

Debería ser evidente que muchas de las “mejoras” de los mercados antes de la crisis incrementaron, en realidad, la exposición de los países al riesgo. Independientemente de los beneficios generados por la liberalización de capitales y de los mercados financieros (beneficios que son cuestionables), el costo en cuanto al aumento del riesgo ha sido sumamente alto. Deberíamos replantearnos la finalidad de estas reformas y, al respecto, cabe felicitar al FMI por la labor que ha realizado en este sentido en los últimos años. Por ejemplo, uno de los objetivos de gestionar la cuenta de capitales, en todas sus formas, podría ser reducir la volatilidad interna resultante de los compromisos internacionales que asumen los países.

En términos generales, la crisis ha puesto de relieve la importancia de la reglamentación financiera para la estabilidad macroeconómica. Pero cuando analizo los sucesos ocurridos después de la crisis, estoy decepcionado. Pese a todas las fusiones que ocurrieron tras la crisis, el problema planteado por los bancos “demasiado grandes para quebrar” es actualmente incluso más grave. Pero el problema no es solo que algunos bancos sean demasiado grandes. Hay bancos demasiado interconectados para quebrar y otros que están excesivamente correlacionados entre sí. Es poco lo que hemos hecho para abordar estos temas. El debate en torno al tamaño de los bancos ha sido, por supuesto, intenso. Pero un excesivo grado de correlación es un tema diferente. Es apremiante lograr una diversificación en el conjunto de instituciones financieras que reduzca los incentivos que fomentan una correlación excesiva y que reporte mayor estabilidad. No hemos hecho suficiente hincapié en esa distinción.

Asimismo, tampoco hemos hecho lo suficiente para incrementar los requisitos de capital de los bancos. Lo que falta en gran parte de este debate es un análisis de los costos y beneficios de establecer requisitos de capital más altos. Los beneficios los conocemos: menor riesgo de rescates estatales y de que vuelvan a ocurrir eventos como los que caracterizaron a los años 2007 y 2008. Pero por el lado de los costos, no hemos prestado suficiente atención al mensaje fundamental del teorema Modigliani Miller, que refuta los argumentos que sostienen que incrementar los requisitos de capital incrementa el costo del capital.

Deficiencias en las reformas y en la elaboración de modelos. Si hubiésemos iniciado nuestros esfuerzos de reforma pensando en cómo lograr que la economía fuera más eficiente y más estable, se nos habrían ocurrido naturalmente otras preguntas y nos habríamos planteado otras interrogantes. Curiosamente, hay una cierta correspondencia entre las deficiencias de nuestros esfuerzos de reforma y las que presentan los modelos que nosotros los economistas solemos utilizar para analizar la macroeconomía.

La importancia del crédito. Nos habríamos preguntado, por ejemplo, ¿cuáles son las funciones fundamentales del sector financiero? y ¿cómo puede este sector cumplir sus funciones más eficazmente? No cabe duda de que una de ellas es la asignación del capital y la provisión de crédito, sobre todo a las pequeñas y medianas empresas, tarea que el sector financiero no desempeñaba satisfactoriamente antes de la crisis y que —podría sostenerse— tampoco realiza eficazmente ahora.

Lo anterior puede parecer obvio. No obstante, la función de proveer crédito no ha estado al centro ni del debate de políticas ni de los modelos macroeconómicos convencionales. Debemos reducir nuestro enfoque en el dinero y reorientarlo hacia el crédito. En los balances, los dos lados están por lo general muy correlacionados entre sí. Pero esto no siempre sucede, sobre todo en el contexto de perturbaciones económicas grandes. En las mismas, deberíamos centrar nuestros esfuerzos en el crédito. Creo que es llamativo hasta qué punto es inadecuado el análisis del mecanismo de crédito en los modelos macroeconómicos estándares. Son numerosos, por supuesto, los estudios microeconómicos sobre moneda y banca, pero en general sus conclusiones no están integradas con los modelos macroeconómicos estándares.

Sin embargo, no haber logrado administrar el crédito no es la única laguna en nuestro enfoque. Tampoco comprendemos del todo los diferentes tipos de financiamiento. Uno de los grandes ámbitos en el análisis del riesgo de los mercados financieros es la diferencia entre el endeudamiento y el capital propio. Y en la macroeconomía convencional hemos prestado escasa atención a este tema. Mi libro, Towards a New Paradigm of Monetary Economics (Cambridge University Press, 2003), que escribí con Bruce Greenwald, es un intento por remediar esta situación.

Estabilidad. Como señalé anteriormente, en los modelos convencionales (y según la teoría predominante), las economías de mercado son estables. Por lo tanto, quizá no es de sorprender que rara vez se plantearon incógnitas básicas sobre la forma de diseñar sistemas económicos que fueran más estables. Ya nos hemos referido a varios aspectos del tema: cómo podemos diseñar sistemas económicos menos expuestos a riesgos y que generen menos volatilidad.

Una de reformas necesarias que no se subraya lo suficiente es que es menester contar con más estabilizadores automáticos y menos desestabilizadores automáticos, tanto en el sector financiero como en el conjunto de la economía. Es posible, por ejemplo, que la transición de sistemas de prestaciones definidas a planes de contribución definida haya hecho que la economía sea menos estable.

En otras ocasiones he explicado cómo los mecanismos de repartición del riesgo (sobre todo si están mal diseñados) pueden dar lugar a un mayor riesgo sistémico: la teoría convencional existente antes de la crisis, de que la diversificación en esencia elimina el riesgo, es sencillamente falsa.

Distribución. La distribución también es importante: Entre particulares; entre hogares y empresas; y entre los hogares, y entre las empresas. Tradicionalmente, la macroeconomía se ha centrado en ciertas variables agregadas como la relación promedio entre el endeudamiento y el PIB, pero esa cifra y otras que también son promedios con frecuencia no proporcionan un indicio de la vulnerabilidad de la economía.

En el caso de la crisis financiera, estos indicadores no nos dieron una señal de alerta. No obstante, el hecho de que muchas personas en los estratos bajos no podían atender al pago de sus deudas debería haber sido la señal de que algo estaba mal.

Nuestros modelos necesitan incorporar en todas las esferas una mayor comprensión de la heterogeneidad y de sus repercusiones para la estabilidad económica.

Marcos de política. Un modelo defectuoso engendra tanto medidas de política defectuosas como marcos de política defectuosos.

¿Debe la política monetaria centrarse exclusivamente en las tasas de interés a corto plazo?

Entre los encargados de formular la política monetaria, la tendencia es pensar que el banco central debe intervenir únicamente en la fijación de la tasa de interés a corto plazo. Estiman que una sola intervención es preferible a varias. Gracias a la labor de Ramsey, sabemos desde hace por lo menos 80 años que hacer hincapié en un solo instrumento no es generalmente el mejor enfoque.

Los partidarios del enfoque de “una sola intervención” sostienen que es el enfoque idóneo porque es el que crea menos distorsiones en la economía. Evidentemente, la razón de ser de la política monetaria —el motivo por el cual las autoridades intervienen en la economía— es que no creemos que los mercados puedan, por sí solos, fijar acertadamente la tasa de interés a corto plazo. Si lo creyéramos, simplemente dejaríamos que la determine el libre mercado. Lo curioso es que, si bien prácticamente todo banquero central estaría de acuerdo en que debemos actuar en la determinación de ese precio, no todos están igualmente convencidos de que debamos intervenir estratégicamente en otros, a pesar de que sabemos, de la teoría general sobre impuestos y de la teoría general de intervención en los mercados, que intervenir en un solo precio no es óptimo.

Una vez que nos concentramos más bien en el crédito e incorporamos explícitamente el riesgo en nuestro análisis, nos damos cuenta de que necesitamos utilizar varios instrumentos. De hecho, en general, queremos utilizar todos los instrumentos a nuestra disposición. Los economistas monetarios suelen hacer una distinción entre los instrumentos de política monetaria macroprudenciales, los microprudenciales y los convencionales. En nuestro libro, Towards a New Paradigm in Monetary Economics, Bruce Greenwald y yo sostenemos que esa distinción es artificial. Las autoridades deben valerse de todos estos instrumentos, en forma coordinada.

No podemos, evidentemente, corregir todos los fracasos de mercado. Los más grandes —los fracasos macroeconómicos— siempre exigirán nuestra intervención. Bruce Greenwald y yo señalamos que los mercados nunca son eficientes desde el punto de vista del óptimo de Pareto si la información es imperfecta o si existen asimetrías de información o mercados de riesgo imperfectos. Y puesto que estas condiciones siempre se satisfacen, los mercados jamás logran la eficiencia paretiana. En investigaciones recientes se ha subrayado la importancia de esta y otras restricciones sobre la microeconomía, aunque una vez más, las conclusiones de esta importante labor aún no se han integrado adecuadamente en los modelos macroeconómicos convencionales o en las discusiones de política corrientes.

Las intervenciones de precio por oposición a las de tipo cuantitativo. Estos avances teóricos también nos ayudan a comprender por qué es erróneo el viejo supuesto de los economistas, según el cual las intervenciones de precio serían preferibles a las intervenciones cuantitativas. Son muchas las circunstancias en que las intervenciones cuantitativas han dado lugar a un mejor desempeño económico.

Tinbergen. Según un marco de política en boga en algunos círculos, mientras siga habiendo tantos instrumentos como objetivos, el sistema económico es controlable, y la mejor forma de gestionar la economía en tales circunstancias es que una sola institución esté a cargo de un solo instrumento y meta. (De acuerdo con ese punto de vista, los bancos centrales cuentan con un instrumento: la tasa de interés; y cuentan con un objetivo: la inflación. Ya expliqué por qué limitar la política monetaria a un solo instrumento es un error.)

Separar funciones de este modo puede tener ventajas desde una óptica institucional o burocrática, pero desde el punto de vista de la instrumentación de la política macroeconómica —para orientarla hacia el crecimiento, la estabilidad y la distribución en un mundo de incertidumbre— no tiene sentido. Debe coordinarse la forma en que todos los temas se abordan y en que todos los instrumentos a nuestra disposición se usan. Además, debe haber una estrecha coordinación entre la política monetaria y la política fiscal. El equilibrio natural que se lograría asignando diferentes personas a diferentes instrumentos y centrando la atención en objetivos diferentes dista mucho, en general, de lo que es óptimo para la consecución de los objetivos globales de la sociedad. Una mejor coordinación —recurriendo a más instrumentos— puede, por ejemplo, contribuir a la estabilidad económica.

Aprovechar esta oportunidad para transformar los modelos defectuosos

Es evidente que podríamos haber hecho mucho más para evitar esta crisis y mitigar sus efectos. También está claro que podemos hacer mucho más para evitar la próxima. No obstante, estamos al menos empezando a arrojar luz sobre las fallas de mercado de gran alcance, las grandes externalidades macroeconómicas y las mejores intervenciones de política para lograr un alto crecimiento, una mayor estabilidad y una mejor distribución del ingreso.

Para alcanzar estos objetivos, debemos recordar continuamente que ni los mercados, actuando por sí solos, ni las intervenciones individuales, como ser el uso de las tasas de interés a corto plazo, pueden resolver estos problemas. Ello ha quedado demostrado una y otra vez durante el último siglo y medio.

Y pese a lo abrumante que parecen estos problemas económicos, reconocer esos hechos nos permitirá aprovechar la única gran oportunidad que nos ofrece este período de traumas económicos: la posibilidad de transformar radicalmente nuestros modelos fallados y quizá romper este interminable ciclo de crisis.

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