Caleidoscopio

Ya me iba

A sus espaldas la edificación se mostraba tan gigantesca y fría, que él ya no se animaba ni siquiera a mirarla. Con la boca entreabierta y su alma oculta, la figura de aquel hombre tirado al final de la gran escalinata, casi sobre la vereda, reflejaba solo un signo gran inexistencia.

El viento quería reconocer su rostro levantando sigilosamente el nylon que cubría su cabeza y el resto de su cuerpo, pero no podía.

Había llovido, no intensamente pero había llovido. Hay quienes hacen oídos sordos al incesante repiqueteo de la lluvia, sin embargo para otros, “es todo un tema”. Entre esos otros estaba él.

Debajo, un buen cartón duro, seco, de su talla, de las cajas grandes que dan en el mercado. No era fácil conseguirlas y más aún en días de lluvia, la demanda cada vez es mayor. Un viejo sobretodo le cubría las ropas mal combinadas y por último el manto de nylon que no dejaría pasar ni una sola gota fría y burlona de su ocasional enemiga, la lluvia.

Recomendaciones; lo que ineludiblemente debe estar bien seco son los pies y lo que siempre debe estar bien mojado es el interior. Por eso lo acompañaba una botella de caña blanca, que según él solo era para los días fríos…

Pocos notaban su presencia, pero los pocos que lo hacían, dejaban a su paso el correcto comentario de sus conciencias; – “pobre hombre”, “¿porque estará durmiendo aquí?” “no tiene familia o empleo” “no tendrá otro lugar para estar”• y otros más pero pasados de tono que ni vale la pena mencionar… Permaneció inmóvil, sabía que era la simple necesidad de los transeúntes, porque no entienden de qué se trata. Un niño se le acercó le dejó un paquete de galletitas sin abrir, otro por la mitad y salió corriendo.

Él lo vio, no quiso recordar parte de su vida y le dio la espalda a la vereda entrometida que en esa mañana no lo dejaba dormir. Al darse la vuelta, a través del nylon, divisó la figura de un hombre que descendía lentamente por la enorme estructura de mármol. Poco común a esa hora del día. Jamás nadie se había asomado al gran portón y menos bajar la larga escalinata. Cerró los ojos e intento dormir quizás al despertar esa visión ya no estuviera.

Hacía dos años que se quedaba allí, era su pequeño gran dominio. Desde ese lugar circulaba por toda la zona tratando de sobrevivir. No se metían con él, ni él con nadie, no era molestado ni molestaba. Es más, a su manera, prestaba un servicio al barrio, hasta con el reparto de comida que por las noches traían desde la parroquia.

El otro hombre que había terminado de descender y que se había detenido junto a sus pies con un leve toque en la espalda le dijo, –“buen día buen hombre, perdón que lo moleste”.

“¿Pero cómo, alguien sabe quién soy?” –se preguntó–, al pensar que su figura no se veía clara por las cosas que lo cubrían.

Insistió; –“perdón que lo moleste”, pero “¿podría hablar con usted?”.

-“Pero, quién es tan arriesgado para acercárseme de esta manera y todavía hablarme. Soy para él un total desconocido,” –se decía – “ Y si lo ataco o si le robo. Puedo estar borracho o drogado y no responder cabalmente” y mil cosas más que se desdibujaron rápida y negativamente en su mente, que lo único que hacían era alejarlo más del diálogo que le ofertaban.

“¿Toda esta cortesía para qué?, insistía y se volvía a interrogar, “¿qué le puede importar, quién es?”. “Quizás sea el dueño de la gran mansión. Ahora va a venir a advertirme que si no me voy llamará a la policía. ¡Qué pena, también lo correrían de ese pedacito de suelo!

“¿A quién le puede molestar?”, él pensaba que si el hombre tenía esa imponente e importante edificación donde sentirse satisfecho y feliz, porque lo tendría que correr de allí.

Todo esto lo procesó en unos breves segundos, a la vez que se contestaba sacudiendo la cabeza como reprobando la acción; “a esta gente no le importa nada, quieren todo. Si me mojo, si comí o si deseo dejar este tipo de vida no creo que le interese, pensará que estoy acabado”. Y esto, fue la gota final. Se incorporó bruscamente sin mirar a su interlocutor que seguía firme en el escalón próximo al suyo esperando una respuesta. Aplacó su cabello, estiró y aliso su sobretodo. Lo comenzó arrollar junto con el nylon que le había servido de manta, a la vez que se sentía infelizmente observado. Metió los paquetes de galletitas en uno de los bolsillos del saco, en el izquierdo porque el otro estaba roto y sin contestar ni una sola palabra, continuó doblando en cuatro el cartón, cuando fue interrumpido nuevamente por la voz.

–“Le he preguntado si podemos hablar.”

Sin reparos contestó, –“No es necesario, ya me iba y le doy mi palabra que no volveré a quedarme en su gran escalinata, espero que la disfrute como lo hace con su exagerada casa”. En ese momento, el hombre golpeó en el suelo con el bastón que llevaba en su mano derecha, el cual tenía una empuñadura dorada con la forma de un león, para llamar definitivamente su atención.

Indignado por tal presión, levantó la vista para increpar al insistente dueño de todo, pero cuando lo vio a la cara encontró un rostro anciano con una gran sonrisa y con unos ojos que lo miraban hasta podría decirse que con mucha ternura y nuevamente enmudeció. Su postura cambió, ya no se sentía agresivo y hasta comprendió que se le había ido la mano.

En realidad una escalinata no era un buen sitio para dormir, aunque muchos no tengan donde hacerlo. Le pidió disculpas, breves, pero disculpas al fin y resignado se aprontó para su retiro. A pesar de su situación de calle no había perdido los modales, ni la comprensión, ni el rumbo de las demás vidas.

Su forma de vivir era más por su propia bohemia, que por mendicidad. Las monedas que conseguía se las ganaba ofreciendo algún servicio, desde abrir la puerta de un taxi hasta llevar algún bulto a la puerta de un edificio.

¡Y de eso se trataba la cuestión! Él hombre del buen vestir antes de que se fuera tomándolo de un brazo le dijo “Me tiene que escuchar, lo que hizo por mi esposa ayer fue de mucho valor para nosotros y quiero agradecérselo”.

El día anterior, recordó que había entre otras cosas, defendido a una anciana de unos pibes que intentaban arrebatarle la cartera. Por suerte, con su especie de banderilla les hizo frente y se fueron. “Usted es el marido de… Si, soy su esposo, y el dueño de la casa grande como usted dice y por eso lo que quería simplemente era agradecérselo. “Si usted desea le puedo dar un empleo o puede ocupar una de las”…

Lo interrumpió y no terminó de escuchar la oferta. No lo podía creer, nunca se esperó esto. Nuevamente, se disculpó, pero ahora muy cortésmente y una y otra vez se pasaba la mano acariciando su barba llena de dudas.

Con sus bultos debajo del brazo, al llegar a la esquina miro la gran escalinata, beso suavemente la botella de caña y sonriendo se dijo –“un empleo”, movió su cabeza repetidamente hacia ambos lados y se perdió detrás de la vida.

 

Rudy Zabala
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