Otro mundo posible

La estrella de Belén

Cuenta la Biblia que sobre la ciudad de Belén de Judea lució una estrella al nacer Jesús. Provenientes de Babilonia, los reyes astrólogos, también conocidos como magos, se orientaron por ella hasta llegar al pesebre, junto al cual adoraron al Niño.
El rey Herodes, que gobernaba Palestina, vio en la estrella un mal augurio.  Y ya que  su poder no tenía la fuerza como para apagar la estrella en el cielo, ordenó que fuera eliminado el Mesías de la faz de la tierra.
Navidad es una fiesta paradigmática. Sus símbolos, aparentemente infantiles, son sicológicamente profundos. Vivir es una experiencia natalicia.  La diferencia es que en torno al 25 de diciembre se suman tres factores: el carácter religioso de la fiesta, que impregna la boca del alma de un extraño sabor de nostalgia;  la fisura papanoélica del consumismo y de los regalos compulsivos;  y la proximidad del final del año.
En tanto que la compulsiva comercialización de la fecha nos condena a la resaca espiritual, el carácter religioso nos deja con nostalgia de Dios, y la llegada del año nuevo refuerza nuestro propósito de mejorar nuestra vida. De ahí el sentimiento conflictivo de quien al despertar la mañana del 25 quisiera encontrar en sus zapatos algún símbolo de afecto, la caricia al niño que duerme dentro de nosotros pero sabe que, en el imperio del mercado, la edad adulta es enemiga de la infancia.
“¡Ahora oiréis estrellas!”, canta el poeta. En efecto, tenemos ojos y oídos para los signos que expresan lo nuevo. En la vida nuestros pasos son conducidos por estrellas, sueños y ambiciones que simbolizan la fuente de la felicidad. Nunca estamos satisfechos con lo que somos o tenemos. Hechos de materia transcendente, caminamos en el laberinto de la existencia seducidos por el  absurdo pero hambrientos de Absoluto.
Para los antiguos la imagen de la utopía era un jardín repleto de fuentes, flores y frutos. Para la Biblia el jardín del Edén, que en hebreo significa ‘lugar de delicias’, allá donde se suprime el límite entre lo natural y lo sobrenatural, lo humano y lo divino, lo efímero y lo eterno.
Hoy nuestro mal-estar procede de ese horizonte estrecho en que vemos estrellas que caen. Raras son las ascendentes. Comenzamos el siglo y el milenio como aprendices de dioses, capaces de engendrar vida en probetas y de poseer ojos electrónicos que penetran la intimidad de la materia y del universo, pero sin erradicar el hambre, la desigualdad y la injusticia.
Somos huérfanos de la esperanza. Casi todo está al alcance del poder del dinero, excepto aquello de lo que más carecemos: un sentido para la vida. Cual sonámbulos tanteamos en esa interminable noche de insomnios. Se callan las filosofías, confinadas a los límites del lenguaje; desaparecen las utopías, travestidas en el mezquino deseo de poder y de posesión de objetos refinados; en cuanto las religiones, ceden a las exigencias del mercado y ofrecen lo lúdico a quien busca luz, sin abrir las puertas que nos conduzcan a la inefable experiencia de Dios.
“¿Y ahora, José?” Ahora hay que cambiar la Navidad y nosotros mismos. Evitar el Papá Noel consumista en colores de Coca Cola y buscar el brillo de la estrella en nuestras inquietudes más profundas. Descubrir la presencia del Niño en nuestro corazón. Y, como le sugirió Jesús a Nicodemo, atrevernos a renacer en gestos de cariño y justicia, solidaridad y alegría.
En lugar de dar regalos, hacerse presente allí donde reina la ausencia: de afecto, de salud, de libertad, de derechos. Doblar la rodilla junto al pesebre que acoge a tantos excluidos, imágenes vivas del Niño de Belén.
¡Feliz Navidad, Brasil!  Dios quiera que el Herodes que nos habita ceda su lugar a los magos que creen en la estrella y ofrecen al milagro de la vida lo mejor de sí.
Frei Betto
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